viernes, 30 de abril de 2010

Como una marioneta


Era uno de los días más fríos del invierno del 2007, por suerte, ese día no tenía clase así que pude quedarme en casa toda la mañana, algo que hizo despertar la envidia de mi hermano que el sí que tenía que ir al colegio y que además tenía un examen de la tabla del siete.
Estaba sola en casa pues mis padres habían marchado también a sus respectivos trabajos.

Ese día podría haberme quedado durmiendo hasta que el cuerpo dijera basta, pero noté como si una persona me moviera con unos hilos invisibles y yo, alma de una marioneta, me dirigí hasta el baño para lavarme la cara pero eso sí, la persona que me dirigía muy buena vista no tenía porque me hizo tropezar con la mochila de la universidad, mi guitarra y la papelera del baño.

Después, ya más consciente me preparé una tisana de frutos rojos para desayunar con un bizcocho de nueces delicioso y fui a la estantería de los libros para disfrutar de mi desayuno acompañada de un libro que me tenía totalmente enganchada pero cuando lo fui a coger otro hilo invisible me hizo levantar el brazo izquierdo y coger un álbum de fotos familiar.

Me senté en el sofá del salón para contemplar unas fotografías preciosas que había hecho mi madre cuando aún vivíamos en York, en ellas estábamos en uno de los maravillosos parques que se pueden encontrar en mi ciudad natal, pero una fotografía en concreto despertó una melancolía enorme dentro de mí. Mi padre salía con los ojos entornados como en todas las fotografías y yo, que seguramente debía de tener unos tres años, salía al fondo de la fotografía disfrazada de princesa, debía de estar imaginando mi boda con algún guapo príncipe o que algún caballero de melena rubia, ojos azules y labios rosados me salvaba de las malévolas garras de un temible dragón.
Entonces, me di cuenta de un sutil detalle, a la izquierda de la fotografía aparecía una bonita muñeca que no recordaba como mía, de repente la ventana del salón se abrió y aunque en la calle hacía una temperatura polar, yo pude sentir un familiar y acogedor soplo de viento cálido que me llegó hasta el corazón.
En ese momento comprendí quién había sido la persona que esta mañana me había atado unos hilos y me había hecho levantar de la cama.

Marina

miércoles, 28 de abril de 2010

La gran noche


Hace justo dos años y medio estaba en un Zara probándome un vestido azul para una fiesta que tenía al final del día. Me hacía mucha ilusión esa fiesta; amigas, chicos, buena música, pica-pica, alcohol, piscina...¡iba a ser la mejor fiesta del año! pero me equivocaba....


Salí de casa una hora más tarde lo que tendría que haber salido para llegar puntual a la fiesta, llevaba el pelo recogido en un moño muy bonito que al minuto de estar corriendo por la calle ya se me deshizo, calzaba unos zapatos que horas más tarde iba a odiar con toda mi alma, el mismo vestido burdeos que íbamos a llevar tres mujeres más y sobretodo iba pintada con un rímel que aquella misma noche se me iba a correr y no porque me hubiese tirado a la piscina.


Llegué a la fiesta hecha un cromo, pero llegué. Saludé a mis amigas y eché un vistazo a cuatro chicos que me llamaron la atención y que ilusa de mí pensaba que yo también les acabaría gustando.

Al cabo de una hora y media me senté en la barra, pedí una caipirinha, después un San Francisco, un granizado de frambuesas con Vodka y algunas bebidas más de las que ni siquiera me acuerdo. Miraba a la gente y veía como todos tenían su pareja, como todas estaban en los ojos de algún chico excepto yo y como se besaban ya los más atrevidos.


Decidí salir de aquel club Hawaiano y cogí el autobús que me llevaría hasta mi casa, por suerte mis padres se habían marchado de escapada romántica y mi hermano se había quedado a dormir en casa de unos vecinos. Cuando llegué a casa tiré el bolso al sofá y me dejé caer encima de la cama, no sé si actuó mi pequeño estado de embriaguez o el dolor/placer que sentí en sacarme aquellos zapatos que me estaban matando pero fue notar el colchón rozando mi cuerpo y ponerme a llorar durante más de cuarenta minutos. Estaba sola.


Me levanté de la cama dispuesta a lavarme la cara para quitarme el rímel corrido y ponerme a dormir, pero al pasar por la nevera recordé que había un delicioso helado de chocolate con almendras en el congelador, le quité el plástico y mordisco a mordisco me lo terminé.


Me preguntaba cuando iba a encontrar a esa persona que me hiciera feliz, que me dijera cosas al oído, que me hiciera saltar de felicidad, con la cual pudiera bailar toda la noche sin que me dolieran los pies por culpa de los zapatos y con la cual soñar despierta al recordar sus besos.



Lo que no podía imaginar es que esa persona no tardaría en llegar...



Marina