miércoles, 30 de junio de 2010

Es cosa del destino


Esa voz, la voz que detuvo el mundo o al menos, mi mundo.
Miré a mi alrededor, nada ni nadie se movía, no se escuchaba absolutamente nada.
El autobús había frenado, el bebé que hasta ahora estaba llorando cesó su llanto, los coche de alrededor no se movían y la señora que llevaba todo el trayecto abanicándose dejó de hacerlo, de repente...
-¡Eh!, ¿Estás bien?- Me dijo la voz.
Entonces me di cuenta, el autobús se había detenido porque había llegado a una de sus paradas, el bebé no lloraba porque al fin su madre se había dado cuenta que lo que le pasaba es que necesitaba mamar, los coches estaban parados porque el semáforo había cambiado y ahora estaba en rojo y la señora había dejado de abanicarse porque, y ya era hora, el sistema de aire acondicionado del autobús había decidido volver a funcionar. No había pasado nada especial, el mundo no se había detenido, de hecho, a mi parecer iba más deprisa.
Me di cuenta de que debía contestar a su pregunta o el dueño de esa voz pensaría que era una boba, aunque quizá estaba en lo cierto.
-Xi, eshtoy bieng, grachiax- Fue mi ridícula contestación, me sentí el ser con más mala suerte del universo, ¿Por qué?, ¿Por qué me estaba pasando eso a mí?, tenía delante al chico de las siete pecas en los brazos, al chico de la voz y yo no era capaz ni de mantenerme en pie ni de hablar con normalidad pues el corte del labio aún me dolía y escocía mucho.
-¿Siempre hablas así?- me preguntó en tono de burla, pero no una burla como cuando un niño se ríe de otro porque a éste se le ha caído todo el cucurucho al suelo, no, era una burla simpática, agradable, una burla para romper el hielo. Pero yo, que sólo sé romper mis labios, no supe qué contestar para parecer tan simpática y agradable como él y opté por la más fácil postura que es a su vez la más estúpida, la postura de la indiferencia.
-No, claro que no... por xi no te hash dado cuengta, tengo el labio fatal, oh no......... .
-¿Qué sucede?- me preguntó.
-Que tengo un exámeng muy importante y no puedo faltar.
-Pues espero de verdad que por tu propio bien no sea un examen oral. Bueno, esta es mi parada. Ha sido un placer conocerte y espero que cuando nos volvamos a ver no te vuelvas a caer ni cosas por el estilo.
-¿Volvernos a ver?- Le pregunté nerviosa y a la vez infinitamente feliz.
-Claro, aún tienes mi pañuelo y éste tiene un gran valor sentimental para mí, así que quieras o no me lo tendrás que devolver en la cena.
-¿Qué cena?.
-Nuestra cena- Me contestó con una sonrisa simpática e interesante y con tal profundidad en su mirada que me dio la sensación de que podía hasta bucear en ella.
-¿Y dónde y cuándo se supone que será? -Le pregunté con la más enorme curiosidad.
-Tranquila, sé que eres lo suficientemente lista como para saber, antes del sábado a las nueve y media de la noche en el restaurante "La casa di la pasta" de Gràcia, dónde y cuándo será nuestra cena, porque lo nuestro aunque te pueda parecer un tópico es cosa del destino.
Y sin más se apeó.

Entonces el tiempo dejó de ir tan rápido, aunque seguramente lo que había ido tan rápido eran los latidos de mi corazón, y volvió a la normalidad.
Y allí me quedé, en el autobús con el labio que me escocía, la mochila de la universidad, el bolso, los libros los cuáles contenían la materia de la que me iba a examinar y su pañuelo.
Fue en ése momento cuando me di cuenta de todo lo que había pasado y de que quizá no había tenido tanta mala suerte como me había parecido al principio.

Marina

sábado, 26 de junio de 2010

Nuestro melocotonero


En el jardín de mi antigua casa de York teníamos un melocotonero, si hay algo que hecho realmente de menos de mi ciudad natal es ese árbol.

Recuerdo muy buenos momentos a su lado, cuando yo tenía muy pocos años de vida mis padres me leían cuentos a los pies del frondoso melocotonero para que me durmiera bajo su sombra. Recuerdo también que cada domingo de los meses de verano íbamos a la piscina del barrio residencial y al volver, siempre nos esperaba un gran vaso de zumo de melocotón, jamás he probado un zumo tan y tan dulce como aquél. Ya cuando me hice más mayor mi padre colgó un pequeño columpio que mi abuelo, Marc, nos había hecho para que pudiéramos jugar mi hermana y yo.

Fue mi hermana la que quiso plantar ese árbol después de que se llevara el disgusto de su vida al ver como sus amigos y el niño que por aquel entonces le gustaba dejaban de ir a su fiesta de su quinto cumpleaños para ir a la anunciadísima merienda que organizaba la familia de la niña más rica, guapa, lista, arisca y con los mejores juguetes de su escuela para presentar a los vecinos a un nuevo miembro de la familia, un limonero.
Mi hermana, que estaba muy triste le contó lo sucedido a nuestro abuelo y él, que siempre fue galán de su gran dote para la palabra y para decir justo lo necesario le dijo lo siguiente: -Cariño, esa niña podrá tener el mejor limonero del mundo pero sus limones siempre serán ácidos y necesitará de azúcar para poder endulzar sus zumos, pero tú no necesitas nada más, no necesitas otras cosas para endulzar tus zumos, pues un melocotón siempre ofrece dulces zumos. No bastó nada más que esas palabras para devolverle la sonrisa a mi hermana, acto seguido mi abuelo llevó a mi hermana hasta una floristería y allí compraron semillas para plantar un melocotonero que no nos traería nada más que felicidad.

Desde entonces, ese melocotonero y mi hermana crecieron juntos, cada vez ellos eran más altos, tenían más hojas, eran más fuertes y resistían más a los fuertes vientos pero un día como otro cualquiera, el melocotonero dejó de crecer y más tarde se marchitó para siempre y de la misma manera que él, también lo hizo mi hermana.


Marina

domingo, 6 de junio de 2010

Una voz



Es curioso como los instantes más apasionantes de tu vida suelen ser también los más torpes.

Un caluroso día de finales de febrero (sí, el tiempo estaba loco) me encontraba esperando el autobús que me lleva a mi universidad con los nervios a flor de piel y memorizando unos libros que había abierto demasiado poco, tenía un examen muy importante para el cual no había estudiado lo suficiente y para el cual por culpa de mi despertador iba a llegar tarde.

Se me hizo eterna la espera así que para relajarme y entretenerme busqué en el bolso a mi mayor vicio, allí estaba ella, tan elegante con su lazo azul, tan delgada de piernas y tan redonda de cabeza, dura pero dulce a su vez, allí estaba mi piruleta. Las colecciono, tengo decenas de piruletas en mi habitación, me gustan de todos los sabores y aunque más de una vez las he intentado dejar para bajar la factura del dentista, no he podido. Ese día mi piruleta era de kiwi y naranja, además ya llevaba en la boca un chicle de menta así que era la combinación ideal para tan sofocante día.

Después de 20 minutos de espera llegó el autobús, me costó sacar la tarjeta con la mochila en la espalda, los enormes libros de psicología de la personalidad en la mano izquierda, las gafas de sol en la mano derecha y mi bolso en el hombro, cuando por fín la encontré y pude acercarme al marcador para pasarla... ¡ocurrió ese segundo!, esos ojos suyos, la sustitución del sabor de mi chicle de menta por el sabor de sus labios, el olvido de mi importante examen, las pecas de su brazo y mi tembleque de piernas.... ¡PAF! me caí de morros al suelo, ¡¡maldito tembleque de piernas!!, mis libros volaron por el autobús y me cayeron encima una vez ya estaba tirada en el suelo, mi bolso quedó debajo de mi pierna clavándome las llaves de casa, mi mochila me pesó más que nunca, me tragué el chicle y mi piruleta... ¡me destrozó el labio!.

Fue horrible, no me paraba de sangrar el labio, estaba manchando de sangre mi blusa preferida y para colmo se me había roto el pantalón. La gente, además no ayudaba, unos intentaban disimular la risa, otros iban dormidos y otros, los peores, pasaron de mí.
Yo con mi autoestima por los suelos me levanté, recogí mis libros, me coloqué el bolso, dejé la mochila en el suelo y maldije con todas mis fuerzas a aquella estúpida piruleta de kiwi y naranja.

Pero entonces me di cuenta de que había hecho el ridículo más grande de toda mi vida delante de uno de los pocos chicos que me quitan la respiración con tan sólo mirarlos y que encima él había sido espectador de honor a tan lamentoso circo pues lo había podido ver con todo lujo de detalles. Bien, Marina, muy bien, olé por ti.

Y entonces, cuando parecía que iba a ponerme a llorar allí en medio por el ridículo hecho y el dolor que sentía en mi pierna y en mi hinchado, sangrante, entumecido y roto labio...... una voz: -¿Estás bien?, toma un pañuelo, tápate bien el labio para parar la hemorragia, menuda caída.


¿Ocurriría un milagro?¿Podía la cosa mejorar?


Marina